lunes, 27 de junio de 2011

ESC 2 – Interior – Sillón frente al televisor resplandeciente - Atardecer

Con un aire prácticamente hipnótico, los ojos perplejos. La irrevocable atención de esas pupilas que no concentran en otro lugar que la pantalla incandescente haciendo caso omiso del pestañeo. Son años entregándose al regocijo lúdico partidario y cuando no, en aquellos momentos en que le era vedado al vulgo el placer del deporte dominical, la mirada se estancaba en una tribuna bullente con la misma precisión con la que se sigue la pelota sobre el verde. Entonces mira y mira y vuelve a mirar. Observa con una disposición incorruptible el vaivén de esos hombres. Con un compromiso inexplicable, no la representa ninguno de esos colores. Las camisetas le son tan ajenas como sea posible. Unos perdigones de empatía nomás, por alguna mano amiga que hoy se mece en un temblequeo nervioso, angustiado. Pero no más que eso, no más que el puro hecho de la historia haciendo historia y el ser testigo de un hito que se desfasa de lo estrictamente futbolístico. Como todo en el fútbol, en realidad, nada es sólo juego. Acá se debaten los nombres, las vitrinas con las copas, los árboles genealógicos de muchas familias, los ídolos de antaño, el estigma de ‘grande’, el de ‘chico que puede’, el ánimo de muchos (muchísimos), la esperanza, la credibilidad, los picos de presión, las depresiones, los enrostres, las cargadas. Quien como ella es mero espectador de la situación, pareciera que no tiene nada por ganar o perder. Que da lo mismo que el ‘fantasma del descenso’ (como tanto oyó decir) o que el ‘David contra Goliat’ o que ‘la hazaña deportiva’ o que ‘su condición de grande’. Al fin y al cabo ya puede llamarse dichosa después de haber arañado un puesto en el primer tercio de la tabla. Sin embargo, esto trasciende la condición de hincha, la defensa de los colores. Hay veces que uno puede saberse sujeto de la historia, por más que sea de soslayo, simplemente por volverse concurrente de un mojón que, indiscutiblemente, desplaza la realidad a un punto fantástico. Probablemente sea una mirada irracional, porque cualquiera puede decir concienzudamente ‘no es para tanto, es un juego’ (uno que mueve millones, sí, pero eso no es lo que le importa a ella. En todo caso es lo que amargamente debe asumir, pero que le revienta el hígado tener que pensar en que todo esto es por unos mercenarios, es por plata). Pero no, otra vez, no es sólo eso. Entre tanto, es una tradición también, una herencia. Y como tal, con cualquier suceso atípico, se desorganiza la configuración que ‘por defecto’ viene manejando desde que nació, desordenándose por completo un mapa que creía saber de memoria. Pasaron los minutos y entre penales que no fueron, orsais y otras yerbas, ante la mirada estática y exorbitada, como cuando contempló el tsunami japonés o el avión estrellándose contra una de las torres gemelas, con el mismo morbo catastrófico, vio desvanecerse el superclásico que supo ganarse el mote del más importante del mundo. Con la resignación estupefacta de contemplar el inevitable cambio de los tiempos, como perdiendo cierta inocencia que se sabe irrecuperable, vio descender a River. 


sábado, 18 de junio de 2011

ESC 1 – Exterior – Calle otoñal – Día

El gato contempla la apaciguada manera de la mujer que cruza la vía. Ella, oscila su cabeza de derecha a izquierda y como si no creyera en el camino despejado, repite el movimiento a la inversa, casi como diciéndole que no al futuro, a aquello que la espera del otro dado de los durmientes. Hace rato que le viene negando la oportunidad al porvenir, aunque no sepa de qué se trata. En apariencia indecisa, adelanta un pie al otro y marca el paso esperando el golpe. Un estallido tumultuoso que la saque de su caminata, de su vida de negativas. Ya del otro lado pareciera que su ánimo varía del no exclusivo a la mera decepción. No hubo locomotora que la envista, que la saque de ella misma. Revé la situación. Pone cara como de medir el viento, de estimar los horarios de partida desde ambas cabeceras, de calcular la velocidad de las formaciones, sin descartar la variable del peso, claro (ha de venir rápido a esta hora que no viaja mucha gente).  Entonces desanda el trecho, vuelve al punto de partida sorteando los bretes a cada lado de los rieles en un zigzag impetuoso, ganándole la carrera a esos postes fijos que se burlan de los caminos rectos. Así una, dos, tres… ¿Cuántas veces? Hasta que deja de agitar su cabeza hacia ambos lados. Cruza por última vez (elije que sea la última vez, todavía no lo deja librado al destino) dando por fin espacio a lo que vendrá. Pero el tren no viene y la recibe el asfalto de una calle a sus ojos desierta, asegurándole que existe algo más allá de esos vagones ausentes, otra cosa a la que ya no se puede negar. Ahora, por decisión de un tren que no fue y habiendo dejado caer esa imposibilidad de avanzar, se va remontando la vereda con el mismo taconeo gentil que la paseó durante un rato. Deja atrás un montón de hojas secas. El gato la mira, se hace un nudo sobre las hojas y sabe, en otoño no sólo los árboles pierden cosas.